sábado, 23 de marzo de 2013

Cartas de un ente

Ésta serie de textos son un intento desesperado de un peculiar ente, por conseguir distraer durante unos simples minutos, el tormento que le persigue desde hace demasiado tiempo atrás...

"Ya casi no puedo recordar como vivía antes de conocerte, si acaso a eso se le puede denominar "vivir".

Estos últimos cinco siglos fueron extraños e inaceptables. Ni siquiera yo he sido capaz de imaginar las atrocidades que podían llegar a realizar los humanos por sus instintos territoriales. Créeme,  renunciaría a cualquier cosa, con tal de poder estar de nuevo junto a ti, en aquellos bosques en los que nos perdíamos hasta no ver la luz del Sol.
Allí, donde te cobijabas en mi lecho del ruido provocado por tus pensamientos que retumbaban en tu cabeza día y noche. Cada vez que una ráfaga de aire acariciaba tu bello y oscuro pelo, te acurrucabas más en busca de calor y seguridad ante lo que no podías ver, al estar plácidamente dormida.

Recuerdo esos días como si fueran...

El ayer.

El mundo a cambiado desde aquellos días. Ahora todas las personas que puedes observar, se multiplican sin control. Sobreexplotan todos los recursos, y esta vez, a nivel mundial. 
Antes, una pequeña parcela de treinta metros cuadrados, bastaba para alimentar al menos a cinco familias de cuatro componentes. Ahora, ni siquiera una plantación de ese tamaño puede saciar su hambre.

La gente se ha vuelto tan sumamente codiciosa, que llegan incluso a poner en peligro lo que ellos llaman sociedad. Han luchado tan en vano como mucho tiempo atrás lo hicieron. Y nunca aprenden la lección.
Esa, en parte, es una de las razones  por las que me alegro de que no estés aquí.

Por desgracia, de ese tipo existen muy pocas...

De nuevo, el poder es lo único que pone fin a cualquier asunto en este mundo plagado de parásitos. 
Nada ha cambiado. Excepto una cosa.
El arte de la guerra ha evolucionado muy considerablemente.
Al final de todo, la destrucción y el cáos es lo único que puede quedar en esta tierra.


Ojalá supieras cuanto añoro tu respiración. La necesidad de volver a acariciar tu pelo me mata por dentro. El hecho de observar como aspiras el aroma de tus preciadas peonías justo antes de lanzarmelas y echar a correr a través de los campos de trigo, o por la orilla de ese lago en el que no pude evitar abrazar tu cuerpo, cuando apareciste con tu cabello esparcido sobre tus hombros, brillante por el reflejo del agua ante la luz que proyectaba la Luna.
También echo de menos cuando te sorprendía estando colgado sobre los contrafuertes de los establos, cuando te tocaba dar de comer a los caballos y les recitabas la música que tu padre solía tararear cuando eras pequeña.
Mi suerte es mi propia perdición.

Esos recuerdos son tan tenues y claros que arden en mi piel cuando intente alcanzarlos. Mi cabeza es una tormenta que se debate entre la lucidez, o la osadía de romper las reglas del tiempo para poder estar junto a ti, el efímero momento en el que pudiera acariciar tus labios de nuevo.
Tiene incluso gracia...

El gran y cabezón Engel, sumiso ante los encantos de una joven humana. Las noticias en el reino de mi hermano abrían cruzado kilómetros volando, literalmente, para dar dicha buena nueva a tantos "pajaritos blancos" como pudiesen.

Él siempre supo que quería ser, y el por qué.

Cuando todo empezó, tanto él como yo tuvimos que escoger. Él, quiso ser el héroe, por eso escogió dicho camino de salvación eterna y totalitaria.
Yo, sin embargo, ni siquiera sabía que podría llegar a enamorarme de ti. Y escogí el otro camino. No quería quedarme quieto e intervenir cada trescientos o cinco mil años para encaminaros hacia el buen camino. 
Ese no es mi estilo, y lo sabes mejor que nadie.
Yo anhelaba poder ver la belleza que podría ofrecer La Creación. Quería formar parte de la armonía que la acicalaba cada noche para presentarse ante la vida y darse a conocer.
Y finalmente, acabé justo en el mejor lugar que podía existir. La mayor estancia que se difuminaba en el infinito, donde la belleza era tan clara, que el silencio que la acompañaba parecía un simple vestido de seda fina. 

La nada. El lugar más efímero y eterno que puede, de forma simbólica, existir.
Por desgracia para mi hermano, en su reino estalló la guerra por primera vez. 

Aquella, fue la primera de todas. Y la más dolorosa y caótica de todas."

Carta 1

jueves, 7 de marzo de 2013

El bucle.

Cuando combates al miedo, no existe un alrededor cercano a ti. Tu cuerpo se desenvuelve entre la materia que lo forma y su tiempo. La materia la conoces, pues es tu armadura por defecto. Pero su tiempo es relativamente muy distinto. Quizás, si mirásemos muy hacia atrás, podríamos observar a un joven guerrero que intenta hallar su lugar en el mundo, a mediados del siglo XIV.

Éste, realizando encargos para los diferentes reyes que abundan en los muchos reinos de aquella tierra, galopa sin desistir. Cambiando su rumbo mil veces, pero sin negarse a desobedecer sus obligaciones. Y durante uno de sus viajes, algo hace que su tiempo se detenga y la materia que lo forma, pase de efímera, a eterna. Las nubes ocultando el Sol, dejan entrever los ojos casi amarillentos de una pequeña pastora de piel blanquecina. Su cuerpo era simple. Para las mujeres de aquellos tiempos, los grandes bustos eran muy abundantes, pero ella sin embargo ofrecía la mitad de lo habitual. Pero aquello no era lo que la hacía bella. Era su piel. Dicha fina capa de seda humana que la envolvía por completo como si fuese tan frágil que con el mínimo movimiento del viento, se resquebrajaría en mil pedazos. Pero aun así, ella era dura de pelar en cuanto a tareas arduas se refería. En cambio con sus sentimientos, ella era la sumisa. Él no podía dejar de observarla. Había viajado mucho por todos los reinos conocidos, y sin embargo no había encontrado a alguien tan sumamente frágil y libre a la vez. Quería desmontar su caballo, acercarse a ella y al menos, intentar conocer su nombre. Pero era aquí su dilema: si conocía algo de ella, pensaba que dicho aspecto pertenecería a su mente, en lugar de quedar libre en la incógnita que la protegía.

No podía poseer ni siquiera su aliento.
No podía tan solo conocerla.
Era tan libre, que él mismo no se perdonaría el intentar amarla.

Por eso nunca se perdonó. Porque jamás dejó de amarla.
Pero él no era el único que se había percatado de la presencia de una persona excepcional.

Recogiendo los últimos granos de trigo, el atardecer volvió a ponerse. Secando un par de gotas provenientes de su frente, lo vio de nuevo. El trote de aquél corcel  gris.
La primera vez que se sintió observada ocurrió hacía un par de días atrás, justo cuando visitó a su pequeño huerto de peonías azules surgiendo de la tierra. Cuando hubo dejado de contemplarlas, alzó la vista, y lo vio. La vio.
Se vieron.

Desde aquél instante, ni el uno ni el otro dejaron de acudir a sus obligaciones. No por responsabilidad. Tampoco por obligación. Ni si quiera por sus principios.
Solo acudían allí, con la esperanza de poder volver a verse otra vez.

Ella era solo una humilde pastora. No era muy guapa, incluso muchas de las otras que la acompañaban eran más bellas que ella. Cumplía sus cometidos porque para eso mismo había nacido.
Porque no podía ser más bella.
Porque no podía ser otra persona.
Porque no podía existir de otra manera.

De este modo, cada vez que él se quedaba allí, sentado a lomos de su caballo gris, con sus ropajes de lino y hebillas, con su cabello largo y oscuro como el azabache, observándola con sus ojos grisáceos; necesitaba sentir el roce de su rostro sobre su suave piel pálida.
Hasta que llegó el día, en que uno de los dos tuvo que dar el paso.
Y lo hicieron los dos a la vez.
Tropezaron consigo mismos, y acabaron ambos en el suelo.
No uno sobre el otro.
Sino ambos con sus rostros tan cercanos, que el sonido de sus alientos podía oírse si sus corazones no latiesen tan rápidamente. Cara a cara, los enamorados, comenzaron a coexistir. Esta vez, eran dos en uno. No era una existencia obligada para ella, ni un lugar más que el había encontrado y dominado. Sino un razón para no querer otra vida, ni dejar dicho lugar jamás.

Cuando el miedo te combate, usa tus debilidades más insólitas para destruirte. Cuando tu lo combates, cualquier vida pasada se une a la presente, y te otorga la capacidad de poder hacer frente al enemigo que trata de convertirnos en una replica suya. 

En otro miedo.