Éste, realizando encargos para los diferentes reyes que abundan en los muchos reinos de aquella tierra, galopa sin desistir. Cambiando su rumbo mil veces, pero sin negarse a desobedecer sus obligaciones. Y durante uno de sus viajes, algo hace que su tiempo se detenga y la materia que lo forma, pase de efímera, a eterna. Las nubes ocultando el Sol, dejan entrever los ojos casi amarillentos de una pequeña pastora de piel blanquecina. Su cuerpo era simple. Para las mujeres de aquellos tiempos, los grandes bustos eran muy abundantes, pero ella sin embargo ofrecía la mitad de lo habitual. Pero aquello no era lo que la hacía bella. Era su piel. Dicha fina capa de seda humana que la envolvía por completo como si fuese tan frágil que con el mínimo movimiento del viento, se resquebrajaría en mil pedazos. Pero aun así, ella era dura de pelar en cuanto a tareas arduas se refería. En cambio con sus sentimientos, ella era la sumisa. Él no podía dejar de observarla. Había viajado mucho por todos los reinos conocidos, y sin embargo no había encontrado a alguien tan sumamente frágil y libre a la vez. Quería desmontar su caballo, acercarse a ella y al menos, intentar conocer su nombre. Pero era aquí su dilema: si conocía algo de ella, pensaba que dicho aspecto pertenecería a su mente, en lugar de quedar libre en la incógnita que la protegía.
No podía poseer ni siquiera su aliento.
No podía tan solo conocerla.
Era tan libre, que él mismo no se perdonaría el intentar amarla.
Por eso nunca se perdonó. Porque jamás dejó de amarla.
Pero él no era el único que se había percatado de la presencia de una persona excepcional.
Recogiendo los últimos granos de trigo, el atardecer volvió a ponerse. Secando un par de gotas provenientes de su frente, lo vio de nuevo. El trote de aquél corcel gris.
La primera vez que se sintió observada ocurrió hacía un par de días atrás, justo cuando visitó a su pequeño huerto de peonías azules surgiendo de la tierra. Cuando hubo dejado de contemplarlas, alzó la vista, y lo vio. La vio.
Se vieron.
Desde aquél instante, ni el uno ni el otro dejaron de acudir a sus obligaciones. No por responsabilidad. Tampoco por obligación. Ni si quiera por sus principios.
Solo acudían allí, con la esperanza de poder volver a verse otra vez.
Ella era solo una humilde pastora. No era muy guapa, incluso muchas de las otras que la acompañaban eran más bellas que ella. Cumplía sus cometidos porque para eso mismo había nacido.
Porque no podía ser más bella.
Porque no podía ser otra persona.
Porque no podía existir de otra manera.
De este modo, cada vez que él se quedaba allí, sentado a lomos de su caballo gris, con sus ropajes de lino y hebillas, con su cabello largo y oscuro como el azabache, observándola con sus ojos grisáceos; necesitaba sentir el roce de su rostro sobre su suave piel pálida.
Hasta que llegó el día, en que uno de los dos tuvo que dar el paso.
Y lo hicieron los dos a la vez.
Tropezaron consigo mismos, y acabaron ambos en el suelo.
No uno sobre el otro.
Sino ambos con sus rostros tan cercanos, que el sonido de sus alientos podía oírse si sus corazones no latiesen tan rápidamente. Cara a cara, los enamorados, comenzaron a coexistir. Esta vez, eran dos en uno. No era una existencia obligada para ella, ni un lugar más que el había encontrado y dominado. Sino un razón para no querer otra vida, ni dejar dicho lugar jamás.
Cuando el miedo te combate, usa tus debilidades más insólitas para destruirte. Cuando tu lo combates, cualquier vida pasada se une a la presente, y te otorga la capacidad de poder hacer frente al enemigo que trata de convertirnos en una replica suya.
En otro miedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario