martes, 27 de mayo de 2014

Alza

Cayó estrepitosamente. El sonido se hizo hueco. Motas blancas guiaban la estela por la que había aparecido aquella criatura. Disipé un par de ropajes desgarrados, una melena rubia ensangrentada, una tersa piel ciertamente páliducha y lo único normal de aquel ser: dos pares de grandes alas apagadas.

El repiqueteo de gotas acuosas se avecinaba, pero  ni el silencio quiso darle el placer del sonido.
Trató de ponerse en pie un par de veces, pero solo conseguía caer una y otra vez.
No estaba lejos, tan solo a 10 o 15 pasos de mi. Sin embargo, las cadenas me retenían contra aquel lugar. 
Había pasado tanto tiempo desde la última vez que un rostro nuevo deleitaba mi visión... Y así quería que siguiera siendo. Por otra parte, también había pasado demasiado desde la última vez que veía a otro de esos seres.

Arrastré las cadenas tanto como pude. No quería saber quién era, que hacía o lo que le había ocurrido. Tan solo quería que se marchase, que regresase con los suyos antes de que desaparecieran, como otros lo hicieron. Las cadenas tiraban de mi con fuerza, negandome la posibilidad de echar del lugar a aquella muchacha caída. Pero no me iba a detener. Debía mandarla lejos de aquí.
Llegué a su vera. Las alas habían sufrido muchos cortes. No era su piel lo que sangraba, sino su plumaje. Estaba llorando sangre. Ella no lloraba, lo hacía su fiereza.

No sobreviviría mucho más. Las heridas eran profundas, y el aliento se desvanecía. Algo me llamaba, al igual que aquella vez. Rocé su mano para comprobar si su corazón todavía latía. Fue entonces cuando las visiones se sucedieron.
La muchacha estaba con una humana en una pradera, ambas reían y disfrutaban del día y la noche. Corrían entre los campos de trigo, se ayudaban la una a la otra cuando las perseguían por sus sentimientos. Se amaban. No conseguía dislumbrar el rostro de la humana, pero poco después lo descubrí. La visión terminó con un incendio. La chica caída sostenía entre sus brazos el cuerpo de su querida en medio de un establo ardiendo. Se lanzó contra una de las paredes de madera más debiles. Salieron ilesas del lugar, justo antes de que se desplomase. Corrío hacia la vera de un río cercano y dejo descansar a la chica. Trató de hacerla reaccionar, el humo la había hecho desmayarse y no volvió a abrir los ojos desde entonces. Entonces su rostro se iluminó y pude ver con claridad como la vida dio un vuelco sobre todo el universo y su compañero interminable, el vacío.

Mientras ella le recitó su nombre antes de volverse  aire, mi cuerpo tembló. Aquella humana, carente de sentido alguno era idéntica a Nea. Justo antes de regresar, una silueta corrió a través de los arboles que las rodeaban, pero aquella esencia que dejo atrás la recordaba. Al parecer, esa lacra todavía seguía con vida. ¿Quién era aquella caída? ¿Por qué volvió a remover a la inexistencia? Tenía que encontrar más respuestas. No le quedaba mucho tiempo, sus alas casi se habían vuelto carmesíes. Si quería que sobreviviese, debía unirla a lo único que quedaba vivo.

Tomé sus manos y las uní a las mías. La poca alma que descansaba sobre mi, la separé en pequeñas muescas que repararon las heridas de sus alas, limpiaron la sangre que lloraba y unieron al Vacío con la existencia.
Me tambaleé y las cadenas tensas me devolvieron con fuerza contra la pared de aquel pozo negro. Estaba débil, casi no me quedaban fuerzas. Aquel lugar te debilitaba poco a poco, tiraba la vida de ti, y la desvanecía para si. Pero había dado resultado, el cuerpo de aquella chica reaccionaba. Se puso poco a poco en pie. Era bella, no había visto a nadie igual, sus ropajes todavía desgarrados mostraban un cuerpo fino, casi como el cristal. En pie, miró a su alrededor, buscaba algo con la mirada, tocó sus alas, se extrañó de que estuvieran curadas, o al menos su rostro así lo decía por ella. Entonces se fijó en mi presencia. Y vociferó.

-¿Por...qué? ¿Por qué? !¿Por qué?¡ Dime, ¿por qué lo has hecho? ¿Por qué me has condenado a seguir viviendo?- No me extrañé de como había reaccionado. Las visiones de antes no eran de hace mucho tiempo, sino de tan solo varios meses.

<<Vosotros sois todos iguales, creéis que todo lo que está vivo es vuestro. Que lo podéis domar, que lo podéis poseer. Que lo podéis destruir tal y como os parezca. Que sois dueños incluso de las vidas de los demás. No tenéis ni la menor idea -mientras hablaba, alzó una espada con el filo rojo que colgaba poco antes de su cintura- de a quién habéis matado. !!Ni siquiera sabrías cual era su nombre¡¡>>

Se acercó rápidamente hacia mi, y apretó el filo de su espada contra mi cuello. Un par de gotas de sangre bordearon la espada y se deslizaron poco a poco hasta la punta. Vi su rostro, esta vez era ella la que lloraba, y su fuerza era la que estallaba de rabia.

-Su nombre... Ella se llamaba Nadia, ¿cierto?-
Un temblor sacudió el arma, su rostro se calmó, pero sus lagrimas brotaron con mayor fuerza. Aquel era el nombre que las visiones me habían mostrado poco antes. Y el nombrarla, era motivo suficiente para que me hubiera cortado el cuello allí mismo. Sin emgargo, su mano tembló. El mero hecho de recordarla la hacía desrrumbarse por completo, pensando en que ella no volvería a estar jamás cerca de si.

-Si vas a matarme, hazlo. No te negaré que me aniquiles por haberte condenado a tu sufrimiento en vida. Pero te diré algo que sabes muy bien...-

Me puse en pie, todavía con el filo sobre mi cuello. La chica se echó hacia atrás sosteniendo la espada.

Los humanos no se desvanecen a su antojo. Y su esencia tampoco desprende azufre.


Y así, el comienzo nació con un suspiro. 

miércoles, 23 de abril de 2014

El juicio

Una venda me cubría los ojos. Oscura, era lógico, no me permitía observar nada a mi alrededor. Oía voces, unas reverberando sobre otras. El espacio parecía compactado, el sonido era claro, y cada vez aumentaba más su fuerza, de modo que debía de hallare en una sala cerrada, no más grande de 50 metros cuadrados de superficie.
Estaba sentado sobre una superficie plana. Un par de golpecillos me dieron la respuesta: madera. Con estos datos podría determinar donde me hallaba.

No podría ser una iglesia, el espacio era reducido, y la gente no suele hablar de forma tan alta como yo escuchaba.
Tampoco podía tratarse de una comisaría, demasiada gente para una sola sala.
Pude descartar miles de opciones y todavía me quedaban muchas más que revisar.

Noté que mis manos estaban libres, de modo que la curiosidad me pudo.

Las alcé y con cuidado, deshice el vendaje que ocultaba mis ojos.
Para colmo, di con la opción más inesperada.


Una sala infinita como el horizonte se alejaba hasta dejar de verse. Estrados de jueces ocupaban cada rincón que mi mirada alcanzaba, y unos singulares seres ocupaban asientos frente a los estrados, absortos, susurrando entre ellos, pero en todo momento con sus ojos clavados en mi.

Para mi sorpresa, la venda que me dejaba ciego era blanquecina como la nieve.


Una voz aguda gritó a lo lejos: -Es un endeble, no sirve para nada mas que para atormentar.

Otra, más grave, gruñó a mi espalda: -¿Crees que podrías discernir entre lo que la realidad quiere y lo que tu realidad precisa?

De nuevo, la aguda voz, desde otra posición volvió a gritar:
-Deberías volver al seno que aquella mujer te dio. ¿Qué otra cosa podría ocurrirte? ¿Encadenarte de nuevo? Ya has estado encadenado muchas otras veces. ¿Que hay de malo en volver a estarlo? 

La voz grave, pero en mi nuca, susurraba esta vez: -El idiota vio a su hermana morir, justo en sus brazos. Señoras y señores, ¡él fue quién la mató! Por el penoso hecho de que ella era una debilucha, y se vio arrastrada hacia su posesión por aquél demonio. Y este plebeyo que ahora vaga como un muerto sin vida por nuestros lares, ha caído en nuestro Círculo, dejando entrever en sus ojos lo que hizo hace demasiado tiempo atrás. Matar a su propia hermana, porque no tuvo la fuerza de devolverla a su estado real. 






¿Debí haberme quitado aquella venda? Aquellas criaturas eran como espinas cada vez que hablaban. Sus palabras punzaban mis recuerdos: la muerte de Nea, sus lágrimas suplicándome que lo hiciera, mis manos manchadas de mi propia sangre mientras ella se acercaba a mi con aquella arma y su rostro, tornándose pálido, mientras aquellas marcas negras que le rodeaban el cuerpo se desvanecían, así como su último aliento decía: Gracias.

Levanté mi pesado cuerpo. Aquellos recuerdos siempre me habían mantenido en vilo cada noche, desde que ocurrió e incluso, después de que Aldia me encontrase.

¿Iba a permitir que un puñado de monstruos trajeados, dijeran lo que les parecía, tratando de sumirme en el sufrimiento más penoso que ellos podían crearme?

Alcé mi voz:

-No maté a mi hermana. Salvé a la única de mi especie que quedaba con las fuerzas suficientes para pedirme que la liberase. No maté a un demonio, ella lo hizo por mi. Ella tuvo la fuerza de hacer que yo la liberase. Y lo consiguió.

<<Pero yo hice algo más. Algo mucho más fuerte que lo que ella hizo incluso en su estado. Cerré el mismo mundo que esos parásitos trataron de arrebatar a mi gente. Y continué vivo. Viví, siendo el último de los míos. Creé el propio Vacío, y nadie puede ordenarme nada.


Los muros de la sala temblaron y aquellos seres comenzaron a chillar como locos. Miré fijamente a la venda que aun tenía en mis manos. La volví a posar sobre mis ojos.



Y el sonido cesó. Por completo.


Abrí los ojos, me hallaba delante de un muro. Había regresado a la realidad. Estaba a punto de ser ejecutado por un grupo de nazis, junto con otros presos, seguramente judíos.

La ironía de aquella situación era que no estábamos a principios del siglo XX. Sino en pleno año 2014.


El sobrenombre que los ejecutores llevaban reconfortaban a las masas. Se llamaban, políticos.



Suerte para mi que aquél día no me iba a despedir aun de la vida.
Para ellos, no tendrían que haber abierto los ojos esa mañana.


Enfrentarse al pueblo traer consecuencias.



Enfrentarse a un solo espíritu libre, supone la derrota a manos de su poder.


La sentencia la dicta el fuerte, no el líder.

martes, 4 de marzo de 2014

Día seis mil quinientos setenta y cuatro...

Caminaba por el bazar. El mediodía estaba en alza. Las gentes de la ciudad en la que me encontraba en aquellos momentos hablaban sin parar. El ruido alegre de las compra-ventas en el mercado tintaba el ambiente del más puro acorde musical, recitando para si la vida que nacía de dicho lugar.
Artículos exóticos, provenientes de distintas partes del mundo se concentraban allí cada mañana, aunque los más extraños y singulares emergían por las noches, en las posadas más recónditas de la ciudad. Relucientes, un millar de fulgores alumbraban, junto con los rayos del Sol, las calles de las que emergían cada vez más viajeros y comerciantes.
Varios niños corrían calle abajo, huyendo de un hombre al que le habían robado unas monedas de plata. Cuatro de ellos cortaron el aire cerca de mi cabello, pero uno chocó contra mi. Fue un golpe de suerte, al parecer otro más, pues tras disculparse educadamente, trató de tomar para sí, la pequeña bolsa de cuero llena de monedas de oro, colgada en mi cintura. Justo cuando lo intentó, le tomé del brazo y lo miré fijamente.
Me agaché y sin apartar la mirada de sus ojos le propuse un intercambio. Yo le daría para él y sus amigos mi bolsa con monedas de oro, a cambio de la bolsa que le habían robado al hombre que gruñía cada vez más cerca de nosotros. Pero debía prometerme que no lo volvería a hacer, o personalmente, regresaría cada día a esta ciudad para encontrarle y entregarlo a la guardia de la ciudadela. El pobre muchacho tragó saliva y con una voz amigable y un tanto aterrada aceptó. Justo después de cambiar las bolsas de cuero, se escabulló entre la multitud con un simpático: Gracias señor.
El hombre al que le habían robado se acercó a mi, y con calma le mentí. Dije que había cogido una bolsa de monedas pero no pude cazar a los ladronzuelos. El hombre, al comprobar que era su bolsa de cuero con las monedas de plata, se tranquilizó. Me agradeció la ayuda, y prosiguió hacia el centro de la ciudadela, donde junto a una gran fuente de piedra, se agrupaban los mejores mercaderes del lugar. Miré al cielo, busqué sobre mi cabello con mi mano y tomé de él una moneda de plata, una de las muchas que aquel hombre llevaba en su bola de cuero. Sonriendo, y lanzando al aire la moneda, me difuminé entre el gentío del mediodía.


"Realizar buenas acciones para ayudar a los demás está bien. Lo genial, es cuando puedes sacar provecho de ellas sin perjudicar a nadie.
Porque nadie dijo que ayudar no beneficiase a todas las partes."



Engel

lunes, 3 de marzo de 2014

Entrada nocturna MLXVIII

Un viento se alza entre una hierba que descansa sobre la tierra. No lleva nada consigo, solo se mueve, haciendo danzar un lienzo sobre gravilla que cubre las muescas de huesos pasados.

Él prosigue. No mira nunca atrás. No busca nada, ni a nadie, continua un camino que escribe con cada huella. Marca puntos en el tiempo, susurra al acero que acaricia su piel con el tacto frío del hielo. Arrastra su voluntad, su fuerza reside en aquello que destruye.

Un golpe sobre la madera. La luz se difumina. Los candiles que ahora, sostenidos por hierro forjado en los hornos de los herreros locales, gruñen ante su presencia. Dos golpes más. Un perro adormilado sobre un pequeño pescador junto al fuego de una chimenea meramente improvisada con piedras, alza sus orejas en busca de un sonido que lo llama. Tres golpes.

La pluma resquebraja al papel su incorpórea coraza, tatuando cada centímetro de él. La puerta del lugar respira, y una bocanada de aire nocturno perpetra el júbilo de varios cazarecompensas que han parado en una posada al pie de un acantilado.

Busco la única luz que queda. La doncella blanca lo acompaña mientras lo observo caminar. Impasible, solo continua. No importa quién se imponga, podrá tardar días, meses, años, pero siempre avanza.

No gira sobre sí, por ello no se volvió para apartarme de su camino.
Yo estaba justo delante de él. Caminaba con firmeza. El paraje, oscuro, acompañado del vacío del risco esperaba nuestro encuentro desde su formación.
No vi sus ojos pero estos veían mi interior. Su doncella sonreía, vestida de cristal, mientras seguía a la vera de él.

Su vestimenta, una coraza fina, seguida de una camisa grisácea abierta y ceñida a sus brazos, adornada por una vieja capa verde como la esmeralda y oscura como el fango. Un minúsculo chapoteo, golpeando el suelo bajo nuestros pies. Gotas, el cielo quería batallar.
Las caídas, ciñendose sobre nosotros como pequeñas notas de una caja de música. Pluma en mano, y temor en la otra caminé hacia él y su dama.

Iba a caer y aun así avancé. La noche no terminaría jamás para mi, y busque luz en su mirada perdida. Su avance no se detenía, pero no iba a ser yo quién culminaría su viaje, aun así quería enfrentarme a él.


El sonido cesó, pero la lluvia no amainó. 
Mirada ante niebla.
Sonrisa frente al temor.
Su espada contra mi pluma.
La ausencia en busca de respuestas.

Mi pluma comenzó a enorgullecerse de aquel ante quién se enfrentaba. Su espada descansó bajo una vaina, que teñida con roble, albergaba la fuerza de la palabra. No era sangre lo que por ella corría en el fragor de la batalla. No era muerte lo que ella acompañaba.

La ausencia entrevió la sensibilidad y la sonrisa de la palidez vistió el miedo. 

Su mirada surgió. La nada inundó mi ser. No había dolor. No había amor. No había calma. No había placer.


No había existencia...



Nada era lo que acompañaba a ese ser. Nada era lo que acarició mi alma con sus ojos. Solo la voluntad del poder.

Continuar. La voluntad, su voluntad. La propia voluntad de la inexistencia. Más y más. Superar más poder. Continuar hasta que la realidad la anhele. Hasta que mi cuerpo sea ella. Es mi pluma la que cubre mis labios con estas palabras. Pero nada es aquello que ahora me sigue.


Y él, otorgándome su don, continuó como siempre había hecho. Como llegó, se marchó. Pero su ausencia permanecería conmigo hasta que reclamase mi nombre.

Porque esa es la meta de la Nada. Continuar, ante el Todo y jamás flaquear su fuerza. Pues cuanto más inmenso sea este, mayor poder adquirirá esta cuando lo tome para si.

Es la voluntad de seguir. Su voluntad de poder.
Es existir sin ser realidad.