martes, 4 de marzo de 2014

Día seis mil quinientos setenta y cuatro...

Caminaba por el bazar. El mediodía estaba en alza. Las gentes de la ciudad en la que me encontraba en aquellos momentos hablaban sin parar. El ruido alegre de las compra-ventas en el mercado tintaba el ambiente del más puro acorde musical, recitando para si la vida que nacía de dicho lugar.
Artículos exóticos, provenientes de distintas partes del mundo se concentraban allí cada mañana, aunque los más extraños y singulares emergían por las noches, en las posadas más recónditas de la ciudad. Relucientes, un millar de fulgores alumbraban, junto con los rayos del Sol, las calles de las que emergían cada vez más viajeros y comerciantes.
Varios niños corrían calle abajo, huyendo de un hombre al que le habían robado unas monedas de plata. Cuatro de ellos cortaron el aire cerca de mi cabello, pero uno chocó contra mi. Fue un golpe de suerte, al parecer otro más, pues tras disculparse educadamente, trató de tomar para sí, la pequeña bolsa de cuero llena de monedas de oro, colgada en mi cintura. Justo cuando lo intentó, le tomé del brazo y lo miré fijamente.
Me agaché y sin apartar la mirada de sus ojos le propuse un intercambio. Yo le daría para él y sus amigos mi bolsa con monedas de oro, a cambio de la bolsa que le habían robado al hombre que gruñía cada vez más cerca de nosotros. Pero debía prometerme que no lo volvería a hacer, o personalmente, regresaría cada día a esta ciudad para encontrarle y entregarlo a la guardia de la ciudadela. El pobre muchacho tragó saliva y con una voz amigable y un tanto aterrada aceptó. Justo después de cambiar las bolsas de cuero, se escabulló entre la multitud con un simpático: Gracias señor.
El hombre al que le habían robado se acercó a mi, y con calma le mentí. Dije que había cogido una bolsa de monedas pero no pude cazar a los ladronzuelos. El hombre, al comprobar que era su bolsa de cuero con las monedas de plata, se tranquilizó. Me agradeció la ayuda, y prosiguió hacia el centro de la ciudadela, donde junto a una gran fuente de piedra, se agrupaban los mejores mercaderes del lugar. Miré al cielo, busqué sobre mi cabello con mi mano y tomé de él una moneda de plata, una de las muchas que aquel hombre llevaba en su bola de cuero. Sonriendo, y lanzando al aire la moneda, me difuminé entre el gentío del mediodía.


"Realizar buenas acciones para ayudar a los demás está bien. Lo genial, es cuando puedes sacar provecho de ellas sin perjudicar a nadie.
Porque nadie dijo que ayudar no beneficiase a todas las partes."



Engel

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